Tarareaba aquella canción que no era capaz de escuchar, mientras saltaba hacia la fuente.
Allí estaba. Pequeña, sencilla, y realmente bella.
Parecía más antigua aun que la plaza, presidiéndola desde el centro.
Mi pequeña mano (¿Cuántos años tenía? ¿cinco años?) jugaba con el agua, bailaba con las hondes, disfrutando de como el agua respondía a mi más leve movimiento.
Sin aviso, pero de forma gradual, el agua se volvió negra como petroleo, pero sin perder su ligereza y suavidad, o incluso aumentándola. Asustado saqué la mano, y sin atreverme a darme la vuelta, empecé a alejarme. El agua manaba con fuerza formando una espuma marmórea y sorprendentemente blanca.
Me di la vuelta y corrí, huyendo del agua, huyendo del terror líquido que salía de la fuente.
La fuente rebosaba y la plaza comenzaba a llenarse de agua.
Cuando llegué al borde de la plaza solo encontré un muro de piedra.
Era como si la plaza se hubiera hundido, o como si el resto del mundo se hubiera alzado dejando la plaza atrás.
Aporreaba la pared, sin saber qué hacer.
Entonces me giré. El agua no se levantaba ni un palmo, pero se acercaba inexorablemente hacia mi.
Cuando el agua me rozó no pude evitar gritar. Entonces, una carcajada cayó sobre mi.
Alcé la mirada, y vi, como al borde del abismo había una serie de gradas, una especia de butacas, ocupadas por risueños y deformes espectadores, que se mofaban de mi terror.
Quise gritarles para pedirles ayuda, pero en mi garganta solo florecían quedos llantos y gritos de desespero.
El nivel del agua continuó creciendo.
¿Y te ahogaste o qué?
ResponderEliminarEs muy cómico si te imaginas a Silvia en esa situación.
Eugéne Lemonde, artista marcial (entre otras cosas)